Cada 24 de diciembre, Gijón se
llena de corredores populares. Algunos vienen a por el Papá Noel de chocolate,
otros a darse candela y los que más, a reencontrarse con su gente y celebrar la
Navidad haciendo deporte. Yo me siento representado en los tres aspectos. Desde
hace ya muchos años, la carrera de Nochebuena ha sido el punto de unión del
atletismo asturiano antes de las San Silvestres. Hay algo en ella que la hace
especial, y este año más todavía. Hace 8 meses que me fui a vivir a California;
demasiado tiempo desde la última vez que pisé la “tierrina”, y hay muchas cosas
que se echan de menos cuando vives a miles de kilómetros. Poder juntar las
ganas de volver a casa, con la afición que da sentido a tu vida es el mejor
homenaje que uno puede darse a sí mismo. Este año, independientemente del
estado de forma, o de las ganas, había que estar en Gijón. En realidad, ganas
eran muchas, y eso eclipsa cualquier déficit de entrenamiento.
La última competición que hice
fue el pasado septiembre, en el Mundial Ironman70.3 de Niza. No salió como
esperaba, pero me dejó más ganas de volver a intentarlo. Desde entonces
focalicé mis entrenamientos en potenciar tres aspectos: fuerza, técnica y
velocidad; tanto nadando, como en bici y corriendo. Comencé la pretemporada con
el objetivo de construir una base sólida capaz de soportar todo lo que vendrá
en 2020. Las carreras de Navidad no eran un objetivo per se, aunque nunca voy a
renunciar a ellas. Pero las buenas sensaciones de inicio de pretemporada se torcieron
a principios de noviembre. Cuando la preparación iba sobre ruedas, cuando mejor
me estaba encontrando ¡zas! Una lesión en la planta del pie me deja sin correr
tres semanas. La única razón para no correr en Navidad era estar cojo, y se
estaba cumpliendo. Pero a principios de diciembre el pie me dio la señal de
estar listo para probar.
Con poco más de dos semanas de
trote muy prudente para no volver a recaer, llegó el 24 de diciembre. Si el año
pasado corrí esta carrera pasadísimo de peso, este año llegaba con la incógnita
de saber cuánto partido le podía sacar al entrenamiento transversal de piscina,
bici y gimnasio. Los trotes de las dos semanas previas poca información me podían
dar, así que tiramos de “experiencia” para generar una confianza en mis
posibilidades de correr rápido sin un sustento sólido.
El día 24 de diciembre amaneció
despejado y fresco, unas condiciones óptimas para correr. Hace muchos años que
no recuerdo una carrera de Nochebuena con mal tiempo. Esta carrera, como digo,
también es sinónimo de reencuentros. El primero, Miguel, que otro año más me
compaña a Gijón, con la idea de mejorar su marca e intentar correr los 5 km de
carrera a un ritmo inferior a de 3:30’/km. Los minutos previos a la salida son
un constante “saluda y abraza”. Creo que he calentado mejor la lengua y los
brazos que las piernas, pero bueno, esto lo “guapo” de esta carrera.
A las 11 formamos los más de 2000
participantes por detrás de la línea imaginaria de la que yo también era
partícipe. Que no llegue en forma no quiere decir que no vaya a competir con
todo, y salir en primera fila es un requisito si se quiere optar a algo. Cuenta atrás de 5 segundos… y ¡comienzan
los 5 km más rápidos y agónicos del año! Como siempre, la salida es un caos.
Sin querer te ves engullido por un gran pelotón que rueda a menos de 3’/km los
primeros metros. Intento no calentarme, pero es imposible. Noto como los
cuádriceps se van cargando de ácido láctico los primeros segundos de carrera y
decido ser prudente. La cosa no se despeja hasta el primer kilómetro, donde
consigo espacio para correr solo. En ese instante tengo la sensación de estar a
punto de explotar. Ritmos totalmente desconocidos, que mis piernas no
identifican como familiares, son los culpables. Voy ciego, pero pienso que van
a ser solo unos minutos y eso me permite seguir coqueteando con el umbral del
dolor, “casi” insoportable.
Al paso por el kilómetro 1 se forma un grupo por
delante con gente de la Universidad de Oviedo. Yo me quedo en el siguiente,
donde va la primera chica y otros atletas conocidos como Manu Álvarez Prado. Me
engancho detrás como un pez al anzuelo y giramos la glorieta de vuelta hacia
las Mestas. Pequeña subida del kilómetro 1,5 al 2 que me hace perder unos
metros.
Consigo recuperar el espacio perdido y antes de la curva a la derecha
hacia el Molinón levanto la vista y veo que varios del primer grupo se están
quedando. Coincido con Juan Ojanguren, una alegría verle de nuevo a ese nivel,
y sigo para delante. El tramo de ida y vuelta hasta el Molinón se me hace
eterno. Me descuelgo de Manu y a su vez abro un pequeño hueco con los de
detrás. Paso por una pequeña y rara crisis. Por un lado pierdo comba por
delante, y por otro, consigo margen por detrás.
Llegamos al último kilómetro y no
tengo cambio. Espero a falta de 700 metros, y tampoco, espero al 500, pero ¡qué
va! Mientras tanto, me quedo solo en tierra de nadie. Entro en el velódromo,
últimos 300 metros, y veo un crono que marca 14’:55” ¡Joder! ¡Voy a bajar de
16! Es ahí cuando saco un poquito más e intento esprintar contra mi mismo
(porque al lado no tenía a nadie) consiguiendo entrar en meta en 15’:49”, a
3:09’/km y en el puesto 15 de la general, pegado al grupo que me precedía pero
al que no llegué a adelantar.
¡Qué alegría más tonta te genera
esto de correr! Ni de coña me hubiera imaginado rodar a esos ritmos. La duda sobre
el efecto de la transversalidad de entrenamiento queda resuelta ¡SIRVE! Quizás no
para ganar, pero sí para rendir casi al mismo nivel que cuando entrenaba
específicamente atletismo para estas carreras. El chute de motivación es
grande, y el de confianza más. Gijón vuelve a ser el punto de inflexión de unas
Navidades que prometen ser disfrutonas.
…y que dure…
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